Habíamos aprendido a dejar de medir el tiempo, pensábamos que sólo los impacientes gozaban al pintarle números al reloj. Para nosotros era sencillo; cada mañana el sol presumía en el cielo sus luces y nuestros irritados ojos se valían de los consejos de las mismas para intentar convencernos de que era tiempo de volver a casa. Y el hambre, tras haber sido sofocada a través de los minutos con el humo del pitillo, se matizaba poco a poco para acotar con precisión nuestra hora de comer.
Era domingo y hacía un frío tan corrosivo como el calor de las calderas del infierno, el sueño le exigía que se quedase enraizado en el suelo, pero la terquedad que heredó de su madre lo incitaba más y más a levantarse; no existía en ninguno de los mundos de los hombres fuerza capaz de extiguir un poco de aquella terquedad. Así que, como era propio de tan igenua persistencia, se levantó sólo para poder constatar que no podía mantenerse en pie.
Su segundo intento fue algo más elaborado: con las manos, se esculpió una silueta de aire y al instante comenzó a llenarla con cada parte de su humanidad."¡Vamos!", pensaba motivándolo desde mis adentros. No importaba lo absurdo de su empresa, me vi en la obligación instintiva de animarlo. Siendo sincero, he intentado recordar alguna ocasión en la que no nos hubieramos apoyado pero nunca he podido. Creo que es debido a que, al ser las cosas de esa manera, si alguno se adjudicaba alguna hazaña, ¡podríamos celebrarla juntos con otra juerga!
Habiendo logrado erguirse, se precipitó velozmente hacia el otro lado de la habitación y abrió la puerta del baño para después desaparecer detrás de la misma. Al terminar su cometido se levantó, se saco un moco, tosió dos veces y escupió en el lavabo, todo esto sirvió sólo como preámbulo para el gran final, el broche de oro. Terminó la proeza halando la palanca y se dispuso a volver a la sala, claro, no sin antes ver con desdén (aunque también con añoro) aquello que se iba por el caño.
Al salir, una sonrisa trepó hasta su rostro y como pudo se sujeto de lo más alto de sus mejillas, dádole así lugar a un cuadro, enmarcado por los bordes de la puerta, digno de cualquier museo postmodernista. Así había sido durante mucho tiempo, lo efímero se había convertido en nuestro combustible, en nuestra filosofía. Cual experimentada costurera, hilábamos cada puntada con la siguiente para bordar tardes enteras de carcajadas. Maldito suertudo, disfrutando incluso de una buena visita al lavatorio; sin duda alguna, él sabía lo que era la felicidad.
Teníamos pocas normas que seguir, pero era vital evitar que las cosas no fueran justo como queríamos, ya que, si un momento escapaba de nuestras garras, difícilmente podíamos volver a apresarlo. Así fue como nos prohibimos tener excusas para la ausencia de algún recuerdo, era imposible justificar nuestra estancia en el mundo si no seguíamos viviendo a tope.
Por desgracia, esa misma vida que habíamos idealizado se convirtió en nuestra acreedora, día con día venía y se llevaba lo necesario para poder pagarnos todos esos lujos. Nos arrebató, entre otras cosas, toda las sustancias con las que llenábamos las tardes de introspección; en la alacena sólo nos dejo café soluble y un poco de soledad.
En cuanto tuvo la oportunidad, la vida nos asigno un chaperón, tenía su propio nombre, pero nosotros le apodábamos resaca. ¡Esa estúpida resaca!, sólo nos privo de alcanzar aún más grandeza, vino a acentuar nuestra culpa y a disipar la alegría que hacíamos nuestra noche tras noche. Maldita, aún lo recuerdo, aquel carajo domingo él regresó sonriendo del baño y, tras exprimir cada gota de fuerza en sus músculos, la estúpida resaca le arrancó aquellas palabras, me dijo: "¡Cabrón!, me siento de la chingada".
Era domingo y hacía un frío tan corrosivo como el calor de las calderas del infierno, el sueño le exigía que se quedase enraizado en el suelo, pero la terquedad que heredó de su madre lo incitaba más y más a levantarse; no existía en ninguno de los mundos de los hombres fuerza capaz de extiguir un poco de aquella terquedad. Así que, como era propio de tan igenua persistencia, se levantó sólo para poder constatar que no podía mantenerse en pie.
Su segundo intento fue algo más elaborado: con las manos, se esculpió una silueta de aire y al instante comenzó a llenarla con cada parte de su humanidad."¡Vamos!", pensaba motivándolo desde mis adentros. No importaba lo absurdo de su empresa, me vi en la obligación instintiva de animarlo. Siendo sincero, he intentado recordar alguna ocasión en la que no nos hubieramos apoyado pero nunca he podido. Creo que es debido a que, al ser las cosas de esa manera, si alguno se adjudicaba alguna hazaña, ¡podríamos celebrarla juntos con otra juerga!
Habiendo logrado erguirse, se precipitó velozmente hacia el otro lado de la habitación y abrió la puerta del baño para después desaparecer detrás de la misma. Al terminar su cometido se levantó, se saco un moco, tosió dos veces y escupió en el lavabo, todo esto sirvió sólo como preámbulo para el gran final, el broche de oro. Terminó la proeza halando la palanca y se dispuso a volver a la sala, claro, no sin antes ver con desdén (aunque también con añoro) aquello que se iba por el caño.
Al salir, una sonrisa trepó hasta su rostro y como pudo se sujeto de lo más alto de sus mejillas, dádole así lugar a un cuadro, enmarcado por los bordes de la puerta, digno de cualquier museo postmodernista. Así había sido durante mucho tiempo, lo efímero se había convertido en nuestro combustible, en nuestra filosofía. Cual experimentada costurera, hilábamos cada puntada con la siguiente para bordar tardes enteras de carcajadas. Maldito suertudo, disfrutando incluso de una buena visita al lavatorio; sin duda alguna, él sabía lo que era la felicidad.
Teníamos pocas normas que seguir, pero era vital evitar que las cosas no fueran justo como queríamos, ya que, si un momento escapaba de nuestras garras, difícilmente podíamos volver a apresarlo. Así fue como nos prohibimos tener excusas para la ausencia de algún recuerdo, era imposible justificar nuestra estancia en el mundo si no seguíamos viviendo a tope.
Por desgracia, esa misma vida que habíamos idealizado se convirtió en nuestra acreedora, día con día venía y se llevaba lo necesario para poder pagarnos todos esos lujos. Nos arrebató, entre otras cosas, toda las sustancias con las que llenábamos las tardes de introspección; en la alacena sólo nos dejo café soluble y un poco de soledad.
En cuanto tuvo la oportunidad, la vida nos asigno un chaperón, tenía su propio nombre, pero nosotros le apodábamos resaca. ¡Esa estúpida resaca!, sólo nos privo de alcanzar aún más grandeza, vino a acentuar nuestra culpa y a disipar la alegría que hacíamos nuestra noche tras noche. Maldita, aún lo recuerdo, aquel carajo domingo él regresó sonriendo del baño y, tras exprimir cada gota de fuerza en sus músculos, la estúpida resaca le arrancó aquellas palabras, me dijo: "¡Cabrón!, me siento de la chingada".
Cada vez son más crueles las crudas, cada vez son menos fantásticas las borracheras, cada vez somos nosotros más viejos. También, cada vez se vuelven más ricas las discusiones y, sin embargo, aunque ya no nos guste tanto ir, cada vez más nos convertimos en sabios de cantina; chocantes, necios y maravillosos para los ojos jóvenes.
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