sábado, 28 de febrero de 2009

...y después...

...apenas terminaba con aquello, entró sin permiso un recuerdo por la puerta de la cocina. Presto se hizo dueño de un espacio entre mi pecho y mis brazos. Con un tono suave cantó a mis oídos notas de colores, colores de los que, en toda mi vida, a pocas personas les he podido escuchar hablar. Luces capaces de fundir dentro de su forma tanto majestuosidad como modestia, una fusión hasta entonces totalmente desconocida por mí. Eran haces de ideas hechos música; similares en virtud y belleza solamente a la voz suave que las depositaba despacio dentro de mi cabeza. Aquella voz que, de no haber renegado algún día del cielo, pude haber adjudicado al más bello de los ángeles, cosa que seguramente habrían hecho todos aquellos que nunca han vestido el hábito de ateo. Apenas podía concebir el contraste entre su abrupta irrupción en mí mundo y la calma con la que entonces cobijaba mi espíritu. Incluso llegué a pensar que ya no había relación alguna entre lo que ahora me llenaba de luz desde el interior de mi abrazo y aquello que, segundos antes, había sido arrojado dentro, a través de la puerta, a causa del viento y de mis deseos.

Algo más...

¡Soy un ser conciente!, un ente tan versátil y amorfo que no tiene la capacidad de describirme; puedo disfrutar del arte, del amor, de la euforia y de la nostalgia; puedo entender, pensar, resolver e imaginar... sin embargo, es una vaga idea que se desprende de esto último lo que da lugar a la esencia de lo que soy, ¡tengo la capacidad de creer que puedo hacer todo lo que pueda imaginar!.
Fui bendecido con la capacidad de soñar, y con las habilidades necesarias para, irónica y paradójicamente, atentar en contra de la razón y la sensatez que me hacen sentir tan afortunado. Así puedo apelar a la necesidad de cualquier justificación para intentar aterrizar cada uno de esos descabellados sueños sobre el terreno de mis ganas y mi voluntad. Por ello puedo vivir en esta eterna locura de perseguir a cada momento la romántica idea de la felicidad.
Tengo la obligación de explotar esta vida, de saborear cada cosa que me ofrece, de experimentar en detalle las sensaciones que mi existencia me permite percibir. La obligación de exigirme hacer más, en las cosas que considero importantes, porque cada vez que puedo justificarme por dejar de hacer algo más soy yo quien pierde.