domingo, 22 de julio de 2018

Polvo de ladrillo rojo

En el folclore de Louisiana, como práctica surgida del hoodoo, fue común delimitar la entrada del hogar con polvo de ladrillo rojo. En la mencionada doctrina se creía que con líneas de este material se podía evitar la entrada de las malas energías, de las posibles amenazas y de las personas negativas. En todas las culturas de la historia, el hogar ha tenido un valor profundo, no sólo en lo material, también en lo simbólico. El hogar delimita lo que es propio, en el hogar está lo que nos pertenece y también a lo que pertenecemos. De muchas formas, el hogar es lo que somos. Todas las posibles amenazas a lo que se es suelen venir de fuera.

Tal vez como herencia de nuestras primeras prácticas sociales, hoy en día seguimos trazando líneas que delimitan lo propio, que nos separan de lo ajeno. Todavía luchamos contra barreras poderosas, más fuertes que el polvo de ladrillo rojo. Enfrentamos murallas mentales y líneas imaginarias entre países y culturas. La raza, el género, la clase social, y las inexpugnables fronteras entre diversas naciones nos separan como ciudadanos del mundo, como individuos semejantes y sensibles, con muchas más similitudes que diferencias. Nuestro polvo de ladrillo rojo tiene forma de discurso político, de disparidad laboral, de desigualdad social, de intervencionismo, de capital, de intereses. Es menos tangible que el polvo, pero es mucho más poderoso, mucho más real; es un complejo cóctel cuyos ingredientes principales son el miedo y la ira.

Como en el hoodoo, para que estas barreras tengan poder debemos de creer en ellas. Por eso el interés de algunos por fomentar el miedo, por instruir el temor y por provocar la ira. Esos a quienes los límites les brindan el falso derecho adquirido o la ventaja heredada. La perpetuación de estos límites imaginarios y el régimen que imponen a la humanidad en todos sus niveles es parte de la agenda de muy pocos individuos. Es una división que sólo puede interesarle a aquellos que se encuentran del lado más favorecido, a los que se han situado del lado correcto de alguna de esas líneas imaginarias. Las barreras siempre se levantan desde el mismo lado y nunca es desde el menos afortunado. Aunque de un lado se construyen, desde el otro se derriban. Y del acto de levantar una barrera nunca se ha salido tan bien librado como del de derribarla.

Un estrategia común para prolongar la vida útil de una barrera es pasarla de incógnito, es convencernos de que en realidad no está ahí, que es una cosa distinta, que tiene otra finalidad. Los que construyen barreras de incógnito hablan de la movilidad, de la superación, del mérito y del libre tránsito. Utilizan los contados ejemplos para (mal) ejemplificar la apertura, la disposición, lo importante que es para ellos lo externo. Pero no debemos perder de vista que para librar esas barreras, generalmente hacen falta esfuerzos sobrehumanos. Es cierto que a algunos destacables individuos no se les trata de la misma forma, que las barreras son flexibles con unos cuantos. Sin embargo, no suele ser así en el nivel que en verdad importa, en el que las barreras mentales y las líneas imaginarias constituyen la principal herramienta de opresión para quienes necesitan traspasarlas como medio de supervivencia. En ese nivel los esfuerzos para destruirlas se aletargan, se sofocan, se castigan. Ahí sigue rigiendo el miedo, seguimos siendo celosos de lo que creemos que nos pertenece por derecho. La humanidad está llegando tarde a esa cita y, tristemente, sigue prefiriendo invertir en polvo de ladrillo rojo.

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